Combustión espontánea de Vanesa Pérez-Sauquillo, una de las poetas más destacadas, leídas y premiadas de la actualidad.
No hay combustión más lenta que la vida cuando avanza a su paso —sin ocurrir aún la galerna que antes o después trastorna todo—, ni explosión más inesperada que la escritura en tromba de un texto que pretenda de pronto dar fe de ello. Un verso, un poema, una caricia, un grito, celebración o queja no se sabe muy bien ni a quién ni a qué, ni por supuesto adónde; se sabe sin embargo el punto de partida, el asa de uno mismo, lo cual lejos de ser una certidumbre es como ahondar la sensación de duda, de vacío, de pupila rasgada, de intemperie; también de esa suicida e incurable claridad de ideas que supone dejarse arrastrar hacia lo que ya se intuye será sin duda un discurso tan bello y necesario, como estéril e incómodo. «Más allá de los límites, todos son monstruos», decía Karen Blixen, o dice ahora Vanesa Pérez-Sauquillo, ambas criaturas en llamas a las que nunca pintó Modigliani, conjunciones astrales hechas de tercos martes y atareados jueves. O qué más da. No sé. Memorias del andar, en todo caso. Pasión ayer, vértigo siempre. Regreso a casa con el parabrisas atestado de cadáveres exquisitos que invitaban al vuelo, o dejar caer una vez más el móvil en la fuente de los peces. Amar no es fácil. Tampoco dejar de hacerlo. La música abisal mientras dure la danza de las ruedas.
Fernando Beltrán
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