Un mosaico trenzado por fecundas referencias intertextuales en el que lo memorialístico y lo autobiográfico tienen enorme fuerza.
La poesía de Francisca Aguirre se construye en la restitución del tiempo humano, en la articulación de una relación plena entre palabra y memoria que evita los elementos sublimadores o trascendentes para situar la plenitud precaria de la vida (de una vida, de todas las vidas) en el centro mismo del lenguaje. Su obra cuestiona el tiempo de los mitos para prestar atención al de la mujer que testimonia, de modo firme y doloroso, su vivir en la historia reciente. Lo que leemos son palabras duras, palabras en las que están adheridos restos de huesos, de cartílagos, de tierra y raíces muertas, de escombros y cicatrices de la infancia, de la paleta completa de colores y sonidos del pintor o del músico, del deseo y las conchas de animales que el mar desprendió por la fuerza del oleaje de su primera trabazón. Palabras regadas con sangre. Vivas. Voraces.Verdaderas. María Ángeles Pérez López (del prólogo)
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