He aquí el compendio de un alma que se nos entrega a la vez sin pudor y sin ruido. Perteneciente a ese tipo de libros deliciosos, marcados por la soberanía del apunte y llenos de engañosa cercanía y de cuidadosa espontaneidad, lo transparente y lo meramente insinuado se quitan la vez en El juego de la taba para dejar sobre el lector un empañamiento amistoso que poco a poco lo va ganando, lo va llevando de la esquina de las confidencias compartidas al solar crudo de las proclamaciones incontestables.
Y es que en los distintos estratos de El juego de la taba se impone un estilo de vida: el del poeta, fundado en la capacidad de inaugurar cada vez todo aquello que le sucede. Todo ello conducido por la franqueza decisiva de Elías Moro, que sabe —como Canetti, como Handke, como Walser— que hay más lucidez en la escritura rebañada de lo consabido que en la búsqueda de lo inaudito. Extraordinaria escritura, propone un modo de confiar en la vida que convierte a Elías Moro en cómplice capaz de poner sentido y sensibilidad en ese rumor desatinado que es vivir.
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